| Clasificación Razonada |
Este relieve copia una de las placas del pretil que rodeaba el bastión suroeste de la acrópolis, donde se levantaba el templo de Atenea Niké. Obra de los hermanos Forzano, empresa dedicada fundamentalmente a la ebanistería en el Madrid de la época, no se perciben en ella los resaltes de las diferentes partes de un molde compuesto, ni parece contar con una primera capa externa de yeso de máxima depuración. No obstante, se ha logrado una reproducción fiel de los innumerables pliegues que parecen constituir el sello característico de esta obra y, más allá, el rasgo distintivo de su época.
La mitología griega personificaba a la victoria en una figura: Niké, una deidad femenina cuyas alas le permitían posarse indistintamente en el campo de un contendiente o en del contrario, otorgando así el triunfo de modo tan libre como cambiante. Pero este templo era para una Niké especial: una estatua de la diosa Atenea, patrona de Atenas, representada como Niké, pero sin alas. Es decir, una Atenea victoriosa que ya no abandonaría nunca la ciudad. De ahí el nombre del templo: Atenea Niké o Niké áptera. En el pretil periférico al que pertenecía esta pieza, se representaba un cortejo de Victorias dirigiéndose a rendir culto a la diosa.
Todo ello estaba destinado a conmemorar el triunfo ateniense en Salamina, frente a los persas, en 480 a.e.c. Pero su construcción se retrasó, al parecer por voluntad de Pericles, y sólo fue iniciada en 421 a.e.c., cuando la ciudad libraba ya la guerra que marcaría su ocaso.
El templo conmemoraba, pues, un acontecimiento cuyos mejores frutos eran cosa pasada. Atenas ya no era la ciudad que dirigía una pequeña coalición de griegos contra un enemigo extranjero: el inmenso poder persa. Era la cabeza de un imperio gobernado con mano de hierro y combatía a contra griegos: Esparta y sus aliados. Pericles, la figura clave de la plenitud de la democracia ateniense, había muerto recientemente, víctima de una epidemia que diezmó la población y, tras nueve años de contienda, la victoria no se veía próxima y sí la devastación, un año tras otro, de los campos del Ática.
Por todo ello, los investigadores caracterizan este periodo como una época de mutación, cuyas manifestaciones artísticas ya no muestran, como en el Partenón, una noble asamblea de dioses, a la vez corpóreos y transcendentes, encarnaciones antropomórficas de un ideal. Nuestra pieza representa, sí, a una deidad, una Victoria, pero ocupada en un gesto cotidiano que no pretende transmitir convicciones, solo gracia. Su actitud es casi una excusa para que el escultor despliegue su habilidad en la plasmación de paños, hasta convertirlo en algo meramente decorativo, casi caligráfico.
Se trataría, pues, de una expresión artística propia de momentos de crisis, pero no expuesta con el dramatismo de, por ejemplo, El sacrificio de Isaac, de Berruguete (h. 1523), o con la agónica enajenación de El grito, de Munch (1893), sino a través de un arte ligero, técnicamente irreprochable, pero deliberadamente ajeno a todo intento de encarnar certezas.
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